Los ámbitos en los cuales las incoherencias humanas encuentran su continente son innumerables. Recientemente –y quizás poco conocida en este rincón de Latinoamérica-, ha emergido la expresión: incoherencia alimentaria. En este breve artículo, revisaremos cuáles son las acepciones que algunos especialistas le han asignado a dicho término y dejaremos abiertos algunos interrogantes para que, a partir de una observación acotada de un ámbito escolar y desde una perspectiva más individual, podamos resignificarla. Lo verdaderamente esperanzador es pensar que, a través del análisis y la reflexión de conductas particulares, se puede prevenir el agravamiento de una realidad alimentaria plagada de incoherencias.

Es muy frecuente oír elucubraciones sobre las contradicciones de las personas… Solemos decir que está en nuestra esencia contradecirnos y que es –incluso- normal y saludablemente necesario. Y esto es aún más corriente cuando nos referimos a las relaciones humanas, los valores o nuestras opiniones en distintos debates.

Quizás y hasta por analogía con lo que sucede en las investigaciones científicas, para mostrar algún grado de evolución o dinamismo inteligente, el hombre debería contradecirse. Lo cierto es que, muchas veces, una investigación arroja resultados sumamente enriquecedores cuando se aleja de la hipótesis inicial.  Pero claro: siempre debemos ser conscientes de ello y argumentar cada contramarcha y giro con solidez, eludiendo un autoboicot o nuestra propia destrucción. En otras palabras, la coherencia debería ser el principio rector de dichas acciones deliberadas.

Ahora bien, ¿por qué aplicamos la coherencia selectivamente muchas veces perjudicando nuestra salud? ¿Qué sucedería si extendiéramos los límites de nuestra coherencia fuera del ámbito de la moralidad forzándola a impregnar otros aspectos de la naturaleza del hombre? ¿Cómo es posible que el raciocinio (este rasgo exclusivo de nuestra inteligencia), muchas veces, quede subyugado frente a determinados estímulos? ¿Se puede ir en contra de impulsos instintivos y dejarlos doblegados ante elecciones saludables?

Si nos posicionamos en la teoría de la evolución, es indudable que el éxito se debió a las lentas y buenas elecciones del hombre en torno a qué y cómo comer. Quizás suene también como algo innato, es decir, que nuestra especie ya obra con coherencia e inteligentemente desde su aparición. Sin embargo, en el presente, un somero análisis de nuestras conductas alimentarias nos ofrecen sobradas muestras de que se trata de una afirmación inválida. Hoy…, de verdad, ¿en qué hemos evolucionado que beneficie directa o indirectamente nuestro propio organismo?

Las buenas elecciones del pasado nos han hecho evolucionar; en la actualidad, la evolución tecnológica ha mellado nuestro diseño corporal hasta hacernos involucionar en varios aspectos. Surge la necesidad de cuestionarse el por qué de estas incoherencias y, en especial, de tantas a nivel alimentario.

En un artículo de la revista virtual “Alcaldes de México”, se emplea la expresión incoherencia alimentaria para reflejar “el desarrollo no sustentable que prevalece en el mundo.” Sin importar su clase social, los mexicanos cada vez consumen mayor cantidad de alimentos chatarra: golosinas, frituras y bebidas carbonatadas, que inciden directamente en la desnutrición, obesidad y enfermedades crónico-degenerativas de la población. “Y aunque poco se habla del tema, esos males inciden directamente en la degeneración de las capacidades cognoscitivas y productivas.”

Buscar por qué las golosinas y gaseosas carbonatadas han desplazado de manera tan alarmante el consumo de alimentos saludables en casi todo el mundo implica hablar de dos vertientes: la condescendencia (¿complicidad?) de los gobiernos. Y, por otra parte, la mercadotecnia que sirve como herramienta para impulsar campañas publicitarias tan efectivas que dejan en la total indefensión a los consumidores que, literalmente, se ven obligados –por enajenación electrónica y cibernética- a comprar productos chatarra.

Por otra parte, el español José Luis Moreno Pestaña plantea incoherencias alimentarias que se enmarcan en cuadros patológicos. En su libro “Moral corporal, trastornos alimentarios y clase social”, plantea una investigación novedosa sobre los trastornos alimentarios y sus condicionantes sociales y culturales. La obra plantea cuestiones importantes sobre los problemas filosóficos de ética y política del cuerpo, apoyándose en otros importantes autores del ámbito científico-filosófico. Desde una sofisticada perspectiva sociológica, se presta especial atención a las relaciones de género, a las diversas culturas de clase y a la relación que la sociedad mantiene con el medio terapéutico. Se explora qué se considera «trastorno alimentario», tanto por parte de los especialistas, como de los afectados y de sus allegados. Además, se reconstruye la cultura de la alimentación de un grupo significativo de personas afectadas y de sus entornos familiares con el fin de analizar qué razones sociales hacen que se comience a restringir la ingesta de alimentos y por qué, como consecuencia de ello, se genera un conflicto con aquellos con los que se comparte la vida cotidiana. Por último, el libro se pregunta qué prácticas sociales -entre ellas, aunque no sólo, las terapéuticas- permiten superar los trastornos alimentarios y defenderse de las presiones corporales que emanan de los mercados de competencia corporal.

En realidad, los interrogantes sobre los alcances y la pertinencia de esta frase (incoherencia alimentaria) surgen a partir de mis observaciones antagónicas desde un rol docente. Trabajando en un contexto socioeconómico medio y medio alto, con una propuesta educativa que contempla proyectos relacionados con la alimentación saludable y el ejercicio físico, veo varios signos esperanzadores de cambios. Sin embargo, también observo notables deseos de soluciones instantáneas o milagrosas para los niños y el debilitado acompañamiento de las familias. Es frecuente detectar pensamientos y dichos como: “que coma saludablemente EN LA ESCUELA”,  “que se muevan EN LA ESCUELA”, “que practique un deporte EN LAS CLASES DE EDUCACIÓN FÍSICA”…

En otras palabras, muchas familias de la actualidad tratan de elegir proyectos que les faciliten la reeducación y adquisición de hábitos saludables pensando que solamente el éxito de ello se encuentra en la cantidad de tiempo de exposición frente a estos estímulos. Es paradójico concluir que aquellos mismos padres, que velan por una escuela renovada, que no se apegue a prácticas tradicionalistas en la enseñanza de contendidos propios de un ciclo, piensen que, exclusivamente en este tema, los logros llegarán por el insistente y consecutivo número de estímulos escolares que, luego, no se continúan en el seno familiar. La incoherencia o contradicción se torna evidente para algunos y no suele ser advertida como tal por los principales actores que son los padres, los verdaderos educadores.

Una institución que se conduzca a la luz de estos paradigmas –entonces- se convierte para el niño (condenado por fantasmas o temores de sus progenitores) en algo así como un ineficiente reducto carcelario: con el ejercicio diario, se soporta, pero no logra purgar culpas y no se asimilan las prácticas saludables transmitidas. A esto también lo llamo incoherencia. Una incoherencia solventada  con la complicidad de la familia.

En suma y retomando el punto de partida, absolutamente todos somos generadores de incoherencias. Pero siempre tenemos la posibilidad de advertirlas. Y esto nos da un enorme poder para actuar sobre ellas, clasificarlas y justificarlas o no a la luz de un raciocinio que obre inclinando la balanza a favor de la salud.

Ahora bien, en el ámbito escolar mencionado, las contradicciones que impactan directamente sobre nuestro cuerpo sólo pueden advertirse en un contexto educativo (familiar y escolar) que trabaje de manera mancomunada y que, como si fuese una rutina de ejercicio saludable, debata sobre la coherencia en todos los ámbitos y la exija.

por Daniela GULLE